Desde hace algún tiempo el término intelectual se puso de moda. Sin embargo, no tiene una definición precisa y pude servir para muchos fines. En este caso sólo podría restringirme a uno de sus modos de presentarse. En la sociedad moderna industrial es una figura un poco desapercibida. Me da la impresión de ser alguien que lee y siempre está en movimiento. Es más, tiene una figura de actor o cómico antes que de académico. Después de ver un película del director Woody Allen, me atrevería a asemejarlo con él. En cierto sentido el intelectual es un director de ideas más que de imágenes movimiento. Para empezar, el uno y el otro tienen el sentido crítico de una sociedad entre sus más preciados logros. En el caso del director, su misión es moral y directa. La estética no es tan importante como la moral para él, pues desde mi punto de vista el arte más elaborado y cercano a los sentidos es la escultura y las imágenes son ya vehículos de sujeciones de juicios morales. En cierto sentido al director le preocupa el tema de la ambición, lo estudia minuciosamente, distingue los roles femeninos y masculinos que interactúan en aquella y les da su propia interpretación. Para él, el espíritu sigue siendo la sustancia de la trama. Donde un caracter expresa su debilidad, su espiritualidad, su silencio, su aguda queda sobre su existencia, allí está el buen director haciendo su trabajo. Con ese caracter nos llena de alivio, nos aquieta el ruido del vivir, del afán, del día a día, sin el que ningún mal tendría sentido. Sin embargo aquí no triunfa el bien, sino la palabra incierta del oráculo, de charlatanería, del espiritismo, de las vidas pasadas, etc... Frente a una modernidad liberal obsesionada por el éxito y la ambición, Woody Allen muestra una mujer entrada en años que busca su caballero de la noche en el ruido y la rabia que circunda la ciudad. Cualquier ciudad, cualquier casualidad, cualquier calle, cualquier escenario. Aquí no importa, o mejor, pierde peso el necesario peso del elenco, el repertorio y los esnobismos que venden. En esta situación desesperada sólo la voz de una vidente o gurú hace las veces, en el mundo globalizado, de un vínculo con el interior. Todos a su alrededor parecen luchar y luchan con razón o sin ella, pero, indefectiblemente, llevados por la ambición. El pragmatismo de esa ambición puede llevar a las decisiones más extemas como robar el manuscrito de un amigo que se creía muerto, pero que, en realidad, estaba sumido en un coma. Así, una vez más, la ocasión hace al ladrón. De la hueca y vacía incredulidad de quien se refugia en su vida elizabetiana para los pragmáticos, desde luego, surge el único alivio, el remedio: la compañía. En ese momento, cuando un ambicioso hace salir de boca de su decepcionado amante "pero había planes", el ingenuo incrédulo busca la culminación de su soledad en el permiso de un espíritu amado, que se comunica del más allá. Así, muerte, espiritismo y hacerse compañía se imponen a la ambición, al pragmatismo y el afán. Sin embargo, el intelectual no puede darse lujos. Es más discreto y su modelo es el dramaturgo de la vida común y corriente. Se sienta como un alguien sin nombre, sin procedencia, sin voz. Pero de manera extraña construye a su alrededor las figuras que lo circundan, las vuelve polvo y las entrega en pequeñas frases que salen del curso del tiempo regular a los asistentes, a los viajeros. Es juego, es devenir, es ser alado sin alas, es reir sin ganas, pero con holgura suficiente para soportar el dolor. El dolor que es raíz de ese juego y que no encuentra otro sentido sino ese, ese mismo que se repite sin agente, sin paciente...
Nyctalus lasiopterus
Hace 3 horas
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